Desde mi celda doméstica
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miércoles, 29 de abril de 2015

ALMERÍA

ALMERÍA



Concluido el año de pastoral de Madrid, se me trasladó, como coadjutor, a la parroquia de San Agustín, en Almería, 1968-1969. De ese tiempo no he dejado nada escrito, que yo recuerde, o lo tendré extraviado. Llegué a esa ciudad, seguramente, reclamado por el P. Juan Pedro Sánchez Hortelano, caravaqueño, que me tenía en gran aprecio y había sido mi predicador misacantano. Y para cubrir la vacante del anterior coadjutor, que había marchado a tierras granadinas.
Era obispo, entonces, de Almería Angel Suquía, que llegaría a ser cardenal y arzobispo de Madrid, y presidente de la Conferencia Episcopal. Almería era una ciudad blanca. Tenía alcazaba o castillo árabe. La parroquia antedicha se encuentra en la zona alta, cerca de la plaza de toros y del barrio gitano. Olía a humedad y pobreza. No tardé en adaptarme a la situación sociológica. La misa, en el barrio gitano, se celebraba en una cueva a la que acudían unas cincuenta personas.
La parroquia tenía mucha actividad pastoral, impulsada por el párroco, hombre inquieto y pulcro, que se ganaba a la gente con su simpatía. Incluso había un servicio gratuito de farmacia en los mismos salones parroquiales. El templo era limpio y amplio, casi de estilo colonial. Pero, sin duda, la afabilidad y disponibilidad de sus feligreses era la mejor garantía de éxito. Gente sencilla, alegre, dispuesta y cariñosa. Ese mi primer destino no podía ser de mejor augurio.
En el mismo recinto conventual había un colegio de niños. Los maestros eran competentes y muy comprometidos. La juventud, sana. Al llegar la Navidad, con el regreso de los que estudiaban en Granada o Murcia, la parroquia era un continuo bullicio juvenil. Sus familias también mantenían con nosotros fuertes lazos de colaboración. 
El curso que pasé en Almería está plagado de anécdotas de todo género, que conseguirían llevarme de allí un recuerdo indeleble y la convicción de que mi trabajo entre ellos había valido la pena. Como el cine de verano estaba dentro del distrito parroquial, se nos invitó a ver la película de estreno Un hombre para la eternidad.  Ya saben ustedes, la vida de aquel santo y humanista inglés que se llamó Tomás Moro. Me gustó tanto, que la vi cinco veces seguidas. Los amantes del cine sabrán que mi gusto, en ese caso, estaba en lo certero. Aparte del extraordinario elenco de actores, Tomás Moro es el prototipo del político libre que defiende sus profundas convicciones hasta la propia inmolación. Ahora los políticos inmolan sus convicciones para mantenerse en la política.
De mi participación en mi primer cursillo de cristiandad, celebrado en Aguadulce, guardo foto testimonial. No así de tantos otros quehaceres pastorales, fuera y dentro de la ciudad. Aún conservo en mi retina, como si acabara de suceder, el accidente de algunos que me acompañaban para atender a enfermos de la zona del Ejido. Regresábamos a Almería, ya caída la tarde. En una de las muchas y peligrosas curvas de la carretera, la moto de dos de ellos tropezó con el pretil del acantilado, lanzando sus cuerpos al vacío. Paramos el tráfico y, tras interminables minutos, pudimos conseguir subirlos a tierra firme, sin que, milagrosamente, sus vidas se apagaran, restableciéndose muy pronto de sus múltiples golpes y fracturas. Nadie se explicó cómo no cayeron al mar. 
Como la feligresía era en gran parte escasa de recursos, muchos participaban como extras en las películas que los americanos rodaban en el desierto almeriense, cobrando cinco mil pesetas diarias, lo que significaba un capitalazo en el 68-69. La mayoría pertenecía a la clase media y sólo unos pocos gozaban de salud económica. Pero éstos, muy al contrario de lo que he visto en otras ciudades, se sentían solidarios con los más pobres, creándose un ambiente fraterno que se traducía en compartir gozosamente la abundancia y la penuria. Gente sencilla, servicial y alegre con que llegabas a creer que un mundo mejor era posible.  

Alfonso Gil González

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