Desde mi celda doméstica
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martes, 28 de abril de 2015

Año 1977 (Boda)

Año 1977

Pareja Gil-Abascal

Puede que para la gran mayoría este año no les diga nada. Para mí fue decisivo. Me casé. Casarse no es algo extraordinario. Casi todo el mundo se casa. Pero, en aquel entonces, el que un sacerdote latino llegara a contraer un sacramento como el del matrimonio era una cosa excepcional. Eso suponía un trámite previo. El Papa tenía que desligarte de tus votos o promesas, especialmente del celibato o soltería. Sin ese requisito, no hay acceso al matrimonio canónico. 
Es evidente que acceder al matrimonio con el bagaje filosófico-teológico que un cura suele tener es una ventaja muy grande. Esa formación previa es un buen cursillo prematrimonial. Pero, dejar la seguridad conventual o diocesana, y empezar una nueva etapa de búsqueda de trabajo, por ejemplo, resulta muy arduo. Aunque no lo crean, no todo el mundo da trabajo, así como así, a un sacerdote que quiere casarse. Si iba a una empresa comercial, por ejemplo, te decían que no tenía cara de engañar a nadie, que se requería ser más agresivo.
Mi primer trabajo civil fue de chófer de una familia bien. El buen señor, cosa que me sorprendió, no dudó un instante en aceptarme, a sabiendas de mi condición. Solía sentarse en el asiento del copiloto. Mientras le llevaba de un lado a otro, conversaba conmigo de lo humano y lo divino. La señora, en cambio, sola o con su esposo, siempre se sentaba atrás y no me decía más palabra que indicarme a dónde quería que la llevase. Ambos me doblaban la edad. Lo poco que ganaba -18.000 pesetas-, y sin seguridad social, apenas me daba para pasar el mes –me acordaba de aquellas palabras de San Basilio de que todo rico es ladrón o hijo de ladrón-. De modo que, al cabo de tres meses, vi los cielos abiertos cuando se me abrió la posibilidad de dejar el coche y entrar como administrativo en una empresa de maderas. El sueldo, quincenal -9.355 pesetas-, no era mucho mayor, pero  gozaba de seguridad social. Ya me podía poner malo. Y, por supuesto, ya me podía casar. Solíamos comer los empleados en un pequeño restaurante. La comida costaba entre 85 y 105 pesetas. El billete de ida y vuelta en autobús costaba 15 pesetas. 
La boda de un cura siempre despierta cierta expectación. La mía no fue excepción. Siempre agradeceré la generosidad de aquel obispo, de aquel clero y de aquellos fieles que me arroparon fraternalmente. Quizás porque comprobaron que yo no desertaba de nada, sino que asumía una nueva situación, una nueva figura, un nuevo modo de ser en la Iglesia y para el mundo. 

Alfonso Gil González

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