Desde mi celda doméstica
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jueves, 30 de abril de 2015

IGLESIA: REFORMA Y CONTRARREFORMA

La Iglesia en que creo
(IV)


El siglo XV trajo consigo un fuerte cambio en la forma de vida y en el concepto que el hombre tenía de sí mismo. Este cambio en la historia recibe el nombre de Renacimiento. Se puede hablar del comienzo de una nueva era que rompe con la Edad Media, aunque tiene en ella sus raíces. Cuando los papas volvieron a residir en Roma (no les dije antes que algunos papas, en el siglo XIV, residieron en la ciudad francesa de Avignon), cambiaron su antigua estancia del palacio de Letrán por la del Vaticano. La primera mitad del  siglo XV la dedicaron a preservar a la Iglesia de la amenaza turca y de las herejías. Y, la segunda mitad, actuaron como auténticos príncipes italianos, preocupándose excesivamente de sus intereses temporales. Se diría que el papado había perdido el rumbo de la historia eclesial. El cambio de valores y la crisis intelectual y moral que trajo consigo el Renacimiento encontraron una Iglesia cuya autoridad estaba desprestigiada y debilitada.
Empezaron a surgir voces críticas entre las masas descontentas. Voces precursoras de lo que, luego, supuso el hecho de la Reforma luterana. Entre esas voces estaba la de Juan Viklef, Juan Huss y Jerónimo Savonarola. Se había producido una nueva visión del hombre cristiano, de su mensaje y de su relación con Dios. Porque, antes, en la Edad Media, la vida cristiana se había alimentado de una serie de prácticas externas en las que contaba más la costumbre social que el compromiso personal. Un tiempo, en realidad, muy parecido al nuestro. De modo que, como ahora también se intenta, hubo un retorno a las fuentes, a la Biblia y a los santos Padres, al tiempo que se depositaba una gran confianza en el hombre concreto, en sus posibilidades y en su libertad.
Se temía, pues, una ruptura, y esta vino protagonizada por Martín Lutero, cuya figura no podemos comprender sin tener en cuenta su historia y su personalidad. Alemán, hijo de minero, entró en la orden de los agustinos, distinguiéndose en ella por su piedad y vida austera. Está obsesionado por la pregunta sobre cómo estar seguro de la salvación, y, estudiando la carta de san Pablo a los Romanos, piensa que ha encontrado la respuesta: Dios nos justifica, nos salva por pura gracia, sin mérito de nuestra parte. Basta la fe que acoge la salvación que viene de Dios. Con esa seguridad, arremete contra la Iglesia de Roma denunciando tres cosas que le parecen inadmisibles: la distinción entre clérigos y laicos, la pretensión de los primeros de reservarse la interpretación de la Sagrada Escritura y la pretensión del Papa de ser el único que tiene derecho de convocar el Concilio general.
A Lutero, en Alemania, le siguen Zwinglio y Calvino, en Suiza. Los tres tienen un punto común: el pecado original ha pervertido al hombre en su misma naturaleza. Por lo demás, la fisonomía protestante es muy variada, y se hace difícil meter a todas las iglesias cristianas de la Reforma en el mismo saco. Si a ello añadimos el anglicanismo, de origen netamente político y oportunista, nos daremos cuenta de la torpeza en que caería toda simplificación a este respecto.
Ahora bien, no es lógico pensar que el despertar de la Iglesia se debió únicamente a Lutero. Toda la Iglesia suscitaba reformadores por doquier, y no se debe aceptar el término “contrarreforma” a los que partían del campo, digamos, católico: Cisneros, Ignacio de Loyola –con su abandono de las estructuras monásticas para dedicarse al apostolado-, Teresa de Jesús y Juan de la Cruz –reformadores del Carmelo-, o la reforma franciscana motivada por un deseo de volver a las fuentes de vida evangélica. Ni siquiera la vuelta al tomismo, propiciada por la universidad de Salamanca, debiera llamarse “contrarreforma”. Bien es verdad que el Concilio de Trento (1545) era una respuesta oficial de la Iglesia, mas no sólo respuesta, también impulso de renovación interna de la Iglesia en la que creo. Sus decisiones fueron determinantes para la historia eclesial hasta el Vaticano II.
Pero, desgraciadamente, el siglo XVI consumó la división de los cristianos. Lo más curioso es que estamos separados por el cómo a la respuesta de la pregunta sobre la salvación –aunque yo, personalmente, no lo pienso así-, porque unos y otros estamos de acuerdo absolutamente en que la salvación viene únicamente de Dios por medio de Cristo. Es Dios quien nos salva. No nos salvamos por nuestro esfuerzo, sino por gracia de Dios. Mas no es sólo el problema de la salvación el que nos separa, sino también el concepto de Iglesia. Nosotros creemos que el encuentro con Cristo no se produce sólo a través de la Sagrada Escritura, sino también de la misma comunidad que es el cuerpo que encarna su  vida.
Mientras, la expansión misionera de franciscanos y dominicos abarcaba la redondez de la tierra. Tanto en América como en Asia, los misioneros se encontraron con el lógico problema de cómo llevar la palabra del Evangelio a hombres de culturas totalmente diferentes. Ellos eran, y lo siguen siendo, el aspecto más bello de la vida de la Iglesia.
(continuará)

Alfonso Gil González

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