Desde mi celda doméstica
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jueves, 30 de abril de 2015

LA IGLESIA EN QUE CREO

La Iglesia en que creo



He de decir, para comenzar estos escritos míos,  personalísimos, que me produce cierto vahído la lejanía en la que, hoy, algunos se hallan respecto a toda trascendencia. He de confesar, además, que me aflige no poco ver a tanta multitud de personas, jóvenes y no tan jóvenes, sin la menor inquietud o preocupación por el tema religioso. Cuando considero que ese creciente número de, digamos, “descreídos” está formado por hombres y mujeres bautizados en la fe cristiana, no sé cómo expresar la pena que me embarga. Por eso, lo que a continuación escribiré no es otra cosa que la confesión pública de mi fe, con la esperanza de que algunos puedan replantear la suya, aunque de ella sólo quede ese pábilo vacilante que nadie tiene derecho a apagar.  
“La Iglesia en que creo” tiene doble significación. Por una parte, hay un reconocimiento a que, si creo, se lo debo a la Iglesia, es decir, a aquellos cristianos, anteriores a mí, que me hablaron de Jesús de Nazareth, cuya vida y mensaje fue la más bella y buena noticia que puede escuchar un ser humano. Por otra parte, reconozco que la fe cristiana no se puede vivir por libre, como buey suelto del que solemos decir que bien se lame, sino con otros que también conviven el seguimiento a Jesús, con los demás hermanos, porque todo hombre, por su contexto vital y esencial está hecho para los otros. Sin los otros no seríamos nosotros. Un cristiano aislado equivale a ninguno. Esto aclarado, paso a deciros qué es lo que realmente pienso, sé y creo de y en la Iglesia.
Creo en la Iglesia como comunidad de aquellos que conocieron y siguieron a Jesús, en aquella primera Iglesia que fundamenta su vida en Jesucristo, conocida para nosotros a través de las cartas de san Pablo y del libro neotestamentario de los Hechos de los Apóstoles. Dichos escritos no pretenden narrar una historia o una biografía, tal como hoy entendemos el lenguaje histórico y el estilo biográfico, aunque hay que reconocer que, a través de tales escritos, sus relatos nos indican cómo fueron las primeras comunidades, la primera Iglesia.
Creo, además, que aquella Iglesia´, movida por el Espíritu de Jesús, se presentó, primero, al judaísmo y, luego, al mundo grecorromano, con la buena noticia o evangelio expresado en escueto y sencillo mensaje: Jesús murió por nuestros pecados; Dios lo resucitó; nosotros –los apóstoles- somos testigos de tal hecho; creer esto nos salva. Así de simple. ¿Qué hay implícito en dicho mensaje, en esa primera predicación o catequesis? No otra cosa que el amor de Dios. Por tanto, aceptarlo nos obliga a cambiar y a amar a los demás. Y creo que aquellos primeros cristianos expresaron la conversión y la convivencia amorosa en lo que el mismo libro de los Hechos nos relata: Eran constantes en escuchar las enseñanzas de los apóstoles, en la vida común –no habiendo nadie que pasara necesidad-, en la fracción del pan o eucaristía y en la oración comunitaria. Ideal que, a trancas y barrancas, siempre ha mantenido y vivido esta Iglesia en la que creo.
Creo, por tanto, que una Iglesia, así, es y debe ser misionera, sin pararse ante los problemas y dificultades que una vida, como aquella, plantea a la propia Iglesia y al mundo. Esa misión la llevó, primero, al mundo judaizante y judaizado, propenso a mantener sus tradiciones, con sus leyes y costumbres, y cuya reacción primera fue la persecución. Persecución que abrió a la Iglesia al mundo griego y romano, entonces conocido.
Creo, finalmente, que de la complejidad externa e interna de la Iglesia surgieron los ministerios o servicios en la comunidad como auténticos carismas otorgados por el Espíritu, y no como obstáculos a la unidad de la misma. Pues a nadie se le da un don para el mero lucimiento personal, sino para la edificación eficaz del cuerpo social y eclesial. De ahí que, por encima de todos esos carismas o cualidades, está el amor que todo lo unifica. Naturalmente, en aquel entonces, los principales servicios a la comunidad creyente eran el de la Palabra y el de atender, desde la autoridad que preside, las necesidades materiales y espirituales. En el primer servicio destacan los apóstoles; en el segundo, Pedro.


Alfonso Gil González 

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