Desde mi celda doméstica
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domingo, 31 de mayo de 2015

FLORECILLAS ALFONSINAS (Capítulo Tercero)



Capítulo III


Colegial Seráfico

El 1 de septiembre de 1954, mis padres, Juan y Maravillas, me acompañaron hasta la portería del Convento franciscano de Cehegín. Tras despedirme de ellos, ingresé en el Colegio Seráfico, acompañado del Padre Rector, Isidoro Rodríguez, que, nada más entrar, me hizo sentarme junto a la cuerda de tiples de la Escolanía Seráfica, que estaba ensayando la Novena a la Virgen de las Maravillas y que empezaría esa misma tarde. Eran las 12 de mediodía. Desde la ventana del salón donde estaban ensayando los tiples, vi a mis padres bajar hacia su casa, sita, entonces, en la calle San Diego, n. 6.
Cuentan algunos familiares que, para entrar en el Colegio Seráfico,  fui probado grandemente. No  hablé nunca de este asunto. Si sé que, de haber sido el único hijo varón, hubiera tenido un gran inconveniente para mi ingreso. Pero todo se solucionó pacientemente. Es más, en 1952, cuando se celebraba en Barcelona el Congreso Eucarístico Internacional, me nacieron dos hermanos más, mellizos, niño y niña: Juan José y María del Carmen. La entrada al Seminario Franciscano estaba expedita.
Muy grande debió ser el deseo de hacerme “seráfico”, pues la fecha del 1-IX-1954 jamás se me olvida y así lo hago constar, cada año, en el Diario que escribo desde hace muchísimo tiempo. Para mí es la fecha del abandono del mundo y de mi consciente seguimiento a la llamada del Señor. Nada de cuanto me ha sucedido, hasta el día de hoy, ha logrado empañar esa fecha o deslucir su profundo y añorado significado. Aquél fue el día D y la hora H de mi ya larga vida, fecha sin la que nada posterior tendría sentido.




Curso y disciplina

Aquellos primeros días se pasaron en un santiamén: la Novena a la Virgen, los ensayos, la novedad del lugar y de los compañeros, las fiestas patronales, la Procesión del día 10 de septiembre y la de vuelta del 14… Todo pasó rápidamente.
A mitad de septiembre, los nuevos seráficos llenarían el cupo de un nuevo curso, mi curso. En número superior a sesenta, aquellos que iniciaban el Colegio Seráfico tendrían que dividirse en grupos: 1ºA, 1ºB, 1ºC. No recuerdo a qué grupo pertenecía. Mis compañeros procedían de la región murciana, y de Granada, Almería, Alicante, Albacete, Cuenca y resto de España.
Los profesores eran, casi en su totalidad, sacerdotes franciscanos, o franciscanos próximos a la ordenación sacerdotal, y algún seglar. Pienso que el nivel académico de los mismos, salvo raras excepciones, no era excesivamente bueno. El padre Rector, que era una lumbrera en el campo de las lenguas clásicas y que dirigía a la Escolanía Seráfica, carecía de la más elemental pedagogía, sirviéndose del castigo físico más que de principios psicopedagógicos. De tal modo fue así, que no hay uno solo de los seráficos de entonces que no abomine de aquella situación, más propia de un cuartel, de una cárcel u de un campo de concentración. Y, más o menos, ese era también el estilo educativo de los demás profesores, excepción hecha, naturalmente, de algún otro que, como Fray Juan Zarco de Gea, natural de Cehegín, unía a su austeridad y sencillez personales, un verdadero amor cristiano a los que se preparaban a ser los futuros sacerdotes franciscanos. A mí me castigaron muy poco, y no porque fuera mejor que los demás, sino porque tuve gran cuidado en saber prevenir los “vendavales” de doña Filomena, que era el nombre con que se le “bautizó” a aquella cruel y despótica palmeta de madera. 




Seminarista seráfico

Estuve en el Colegio Seráfico desde septiembre de 1954 hasta el verano de 1959, año este en que, ya con muy poquitos compañeros, pasé al Noviciado de Santa Ana del Monte, en Jumilla (Murcia). Fueron años pasados en el estudio, el canto, el rezo y los paseos o recreos. Todo, como puede suponerse, dentro de la más rígida disciplina.
Un día cualquiera de aquellos cinco años podría resumirse así: levantarse temprano, asistir a Misa, desayunar, hacer las camas, dar clases, recreo, más clases, comida, estudio, recreo y merienda, estudio y ensayo, rezo del santo rosario, cena y descanso. El descanso, inmediatamente después de cantar, en la escalera principal del Convento, la TOTA PULCHRA: canción salmódica en honor de la Inmaculada Virgen María.
Así, un día y otro. Sólo se podía hablar en los patios de recreo y cuando, alguna vez, se daba permiso en el refectorio. Desayuno, comida y cena, generalmente, se tomaban en absoluto silencio, al tiempo que un seráfico leía el Año Cristiano o cualquier otro libro edificante. Costumbre propia de los conventos y monasterios y, por tanto, la viví y ejercité hasta 1977, en que decidí casarme , según diré en su momento.
Bien de mañana, a las 7, al sonido agudo y trémulo de un silbato deportivo, se levantaban los seráficos, se aseaban rápidamente, se vestían y se iban a la Capilla, donde se recitaban las primeras oraciones y se celebraba la Eucaristía.
A su conclusión, se bajaba al refectorio para tomar el desayuno de leche y malta y un poco de pan con mantequilla. 
Al refectorio o comedor, se iba a las 8 de la mañana, a la 1 de mediodía y a las 9 de la noche. Era una sala grande, con mesas largas junto a las paredes y otras colocadas en medio del refectorio. Todos se sentaban en bancos de madera. La merienda, consistente casi siempre en garbanzos torrados, se tomaba en el mismo patio del recreo.
En esto del comer, yo era un privilegiado, pues mi familia solía llevarme,  cada tarde, la merienda y, de vez en cuando, mis padres subían a la portería del Convento para comer con su hijo Alfonso algún arroz de conejo. Esto era posible para los seráficos naturales de Cehegín. Los demás podían recibir de sus familiares algunos paquetes de comida. Recordemos que eran tiempos de posguerra y muy duros.
Las aulas para las clases eran más bien reducidas. Los alumnos, de pie muchas veces, se colocaban alfabéticamente, o según les hacían adelantar o atrasar las respuestas dadas a las preguntas académicas de los profesores. Mis asignaturas preferidas eran la música, la religión, la historia y el dibujo.
El Colegio Seráfico tenía dos salones de estudio. El silencio que reinaba tenía que ser sepulcral: ni una mosca había de oírse. Cada uno, sentado en su pupitre, se las entendía a solas con el libro que tenía delante. Si necesitaba alguna explicación, tenía que pedirla al prefecto de estudios o vigilante de este tiempo laboral.
Los exámenes eran orales, si bien los problemas de matemáticas había que desarrollarlos en una pizarra del salón, donde se colocaba el tribunal examinador. Yo aprobé mi primer examen de geografía señalando, en un mapa de relieve de España, dónde se hallaba el pueblo de Cehegín. (¡Los hay con suerte!).




Tiempo libre

No era yo muy aficionado a jugar, pues siempre vi lo lúdico como una especie de pérdida de tiempo. Cuando jugaba al fútbol, lo hacía de portero. Eso sí, corriendo era un gamo. Pero prefería  pasear con los compañeros afines a mis  gustos, o sentarme a leer o repasar alguna lección. Entre los libros que por entonces leía, recuerdo algunos de Raimundo Lulio, de Tihamer Toth, de Azorín, algunas poesías de Miguel Hernández y el “Kempis” o Imitación de Cristo. Con el tiempo, mi interés por la lectura se amplió al campo de la Historia, de la oratoria política, de la teología mística, etc…, teniendo en la actualidad una amplia biblioteca de cuyo saber se han beneficiado todos mis hijos en época estudiantil.
A veces, en los días más festivos, cuando tenían que leer o estudiar en el salón, nos ponían música clásica en discos de carbón y, más tarde, de vinilo. Y fue, por ello, por lo que, además de ser número  destacado en solfeo, desarrollé una tendencia especial hacia la música culta, que ya no abandonaría jamás: más cinco mil obras componen mi actual músicoteca, que ha sido el fruto de años y adquisiciones y grabaciones personales. Además, tenía gran habilidad para la copia o trascripción de la música figurada a papel pautado por medio de una plumilla apropiada. Dado que cada uno de los cantores de la Escolanía tenía que tener su partitura, no fueron pocas las copias que hube de pasar a plumilla, lo que me ayudó en la profundización del conocimiento musical.
Hay que destacar los grandes paseos que, una vez a la semana, realizaban los seráficos por los montes y campos de Cehegín. El paisaje ceheginero es muy bello; sus montes son verdaderos bosques de pinares. Se daban enormes caminatas, los jueves por la tarde, realizando el regreso con el rezo del santo rosario. No hay un rincón ceheginero que ellos no recorrieran y conocieran perfectamente. En especial, la finca de Rompealbardas, próxima a Bullas, donde pasaban gran parte de las vacaciones de verano. Dicha finca tenía una gran casa, propiedad de una tal Ana María Melgares, que era gran bienhechora de los frailes franciscanos de Cehegín.
Pero, en vacaciones de verano, también solían ir a sus casas, a estar unos días con sus familias. Algunos ya no regresarían al Colegio Seráfico, bien por suspender el curso, bien por no ver clara su vocación, o bien porque se les indigestaba tanta disciplina. En vacaciones había que mantener contacto con las Parroquias respectivas. Yo, por ejemplo, iba cada día al Convento, a Misa. Estas vacaciones en familia eran previas a los días de descanso que pasabamos en Rompealbardas. En esta finca de la “señorita de Bullas” –que así se la nombraba a Doña Ana María Melgares-, los frailes y seráficos se bañaban en una gran balsa. Menos yo, que no sabía nadar.
Por los años en que estuve en el Colegio Seráfico, se introdujo la costumbre del coleccionismo de sellos usados. Cada cual podía tener su pequeña colección filatélica. Los demás sellos se despegaban de los sobres y se empaquetaban para, con su venta, ayudar a los misioneros.
Los seráficos usaban dos uniformes oficiales: un traje, de color azul y corbata roja, para los actos públicos profanos, y un hábito marrón con esclavina y cordón blanco, a imitación de los frailes, para participar en actos religiosos como, por ejemplo, las Procesiones. Estas eran, principalmente, las de la Virgen de las Maravillas, en septiembre; la del Corpus; la de San Pedro y San Antonio; la de San Francisco de Asís, y la del Domingo de Ramos. En todas ellas se participaba cantando.
Yo, conforme avanzaba mi tiempo en el Colegio Seráfico, me iba afianzando espiritual y artísticamente. En mi último año, ya dirigía la Escolanía Seráfica. Mil y un recuerdos afloran a mi mente de aquellos años comprendidos entre 1954 y 1959. Pero, gran olvidadizo de todo lo que es negativo, como resumiendo, que aquellos años, aquellos compañeros, aquellos frailes, aquel Colegio Seráfico, en suma, fueron mis primeros y necesarios pasos en la búsqueda de un sacerdocio que siempre anhelé, y que siempre viviré como lo más vocacionalmente arraigado en mi vida.

Para alabanza de Cristo. Amén.

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