Desde mi celda doméstica
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viernes, 22 de mayo de 2015

LA FELIZ ANCIANIDAD


La feliz ancianidad


Respondiendo a la invitación que se me hace de colaborar con unas letras a este interesante y oportuno libro sobre “bellezas y oportunidades de la tercera edad” o de cómo “hacer de la vejez una obra de arte”, me parece que el arte máximo, y la mejor de las oportunidades, radica en la FELICIDAD. Es ésta una palabra muy usada, muy manida. Subyace en el punto de mira de nuestros deseos. Equivocados o no, ninguno de nuestros deseos aspira a la “infelicidad”. Muy al contrario, el ansia de vivir, de paz, de gozo, de descanso, de prosperidad, de dicha no es más que la punta del iceberg de la felicidad. La Biblia está repleta de esas aspiraciones humanas.
Sin embargo, y eso también está en la Biblia, Jesús adopta la posición contraria al deseo terrenal del hombre. No hay más que leer detenidamente a Mateo 5, 3-12, o a Lucas 6, 20-26. Por tanto, habría que preguntarse muy seriamente si la felicidad que anhelamos es que todo nos salga a pedir de boca, o si, por el contrario, debemos ajustar y educar nuestros deseos y peticiones a lo que realmente nos conduce a la felicidad. Yo lo plantearía más crudamente. Se trata de saber si lo que anhelamos es pura consecuencia de nuestro ego salvaje e inauténtico, o, por el contrario, nuestras peticiones nos vienen dictadas por Aquel que nos creó.
Si Jesús hace una inversión de los valores humanos, es que Él es el Valor absoluto. La felicidad, por tanto, es Él. Eso lo entendió muy bien aquel anciano, del que dice Lucas 2, 25-35 que era justo y esperaba con amor divino la salvación de Israel, pues en él habitaba el Espíritu Santo. Había comprendido que no vería la muerte antes que al propio Ungido del Señor. De modo que, acercándose al templo, tuvo la suerte de ver al niño Jesús en el momento mismo en que sus padres lo llevaban allí. Y no sólo lo vio; lo tomó en brazos y pronunció ese cántico tan conocido como inaplicado a nuestra existencia.
Sí, ahora podemos partir, Señor; ahora podemos morir tranquilos, porque hemos llegado a verte; porque nuestros ojos han experimentado visiblemente tu salvación; porque no sólo eres su Luz, sino la de todos los hombres de la tierra; porque hemos podido comprender que Él es signo de contradicción a nuestros caprichos y entenderes; porque Él nos muestra la verdad de lo que nuestros corazones deben desear. Es así de simple y así de profundo.
Ese anciano del evangelio de Lucas es nuestro referente en estos años nuestros que declinan hacia el encuentro definitivo en el Templo no hecho por manos humanas, no pensado con categorías insustanciales. Todo hombre, toda criatura es el lugar sagrado donde tendremos que hallar a Dios. El Invisible se hace visible en Jesucristo. Cristo, resucitado y permanentemente vivo, se hace palpable en el hombre. Los ateos, por ejemplo, piensan que Dios no existe porque ni lo ven ni lo escuchan. Pero el problema que tienen es gravísimo, ya que todo muestra su existencia y nos habla de Él. Cuando los cristianos, por cierto, acusados de ateismo por el Imperio Romano, cogieron el toro, como suele decirse, por los cuernos, mostraron al mundo no una filosofía, no una teoría más de las muchas existentes, sino que nos mostraron al HOMBRE, al Dios Hombre. Y se acabaron las excusas posibles a todos los incrédulos. Y se acabaron los motivos posibles a todos los tentados de fundar religiones, o de hacer del cristianismo una religión más.
Pues bien. He titulado este breve trabajo “La feliz ancianidad” pensando en estos hermanos nuestros del Centro de Dia; en estos “simeones” que sí que han visto, como aquel anciano, el rostro del Dios invisible, las manos del Dios intocable, el corazón del Dios al que nunca amaremos lo suficiente. Cada día, unos conscientemente y otros no, son mirados, son tocados, son amados, son escuchados, son atendidos por ese Dios encarnado en quienes los cuidan, en quienes comparten su ancianidad y decrepitud. Y esa es la FELIZ ANCIANIDAD que les ha tocado vivir. Esa, también, sería nuestra más feliz ancianidad. Porque el amor de quienes nos rodeen, los ojos de quienes nos miren amorosos, las manos de quienes nos aseen y nos hagan caminar habrá sido un bello encuentro con Aquel en cuyo templo entraremos, con la suerte de poderle reconocer, pues que ya se hizo visible en nuestro terrenal peregrinaje.

Alfonso Gil González


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