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sábado, 6 de febrero de 2016

HISTORIA DE LA IGLESIA... Cap. 6

LA IGLESIA EN EL IMPERIO ROMANO



Al principio, los romanos no ven diferencia entre judíos y cristianos, ya que consideran a estos últimos como una secta judía más. A medida que aumenta el número de cristianos, se van mostrando con mayor claridad sus diferencias con el judaísmo.
Durante los tres primeros siglos, los cristianos son mal vistos por amplios sectores del pueblo, así como por algunos filósofos y por las autoridades del Imperio. Tres acusaciones principales circulan contra los cristianos: 
· Son “ateos” porque no participan ni en el culto imperial ni en los cultos mistéricos.
· Son “inmorales” porque en sus reuniones nocturnas se entregan a orgías entre “hermanos” y “hermanas”.
· Son “antropófagos” porque hablan de comer un cuerpo y beber su sangre.
Ante estas calumnias, el cristianismo es considerado “superstición irracional” por el gobernador Plinio y por los historiadores Suetonio y Tácito.
Algunos intelectuales romanos, después de recoger información sobre el cristianismo, elaboran escritos muy críticos en los que hacen las siguientes objeciones:
· Está formado por personas ignorantes que han sido reclutadas entre las clases inferiores de la sociedad, como son los trabajadores, las mujeres, los niños y los esclavos.
· Está compuesto de ciudadanos insolidarios, porque no participan en los cultos oficiales y rechazan las magistraturas y el servicio militar.
· Es irracional, porque habla de un Dios que se ha hecho hombre y de la resurrección de los cuerpos.
Ante estas objeciones, surge una serie de escritores cristianos que tratan de darles respuesta y defender el cristianismo: son los APOLOGETAS, entre los que destacan Justino, Ireneo de Lyon, Orígenes y Tertuliano.
Durante los dos primeros siglos de nuestra era no existe ninguna ley concreta referida a los cristianos, pero no deja de ser curioso que las persecuciones vayan en aumento hasta principios del siglo IV, con los emperadores: Nerón, Domiciano y Trajano (s. I), Marco Aurelio y Septimio Severo (s. II), Decio y Valeriano (s. III) y Diocleciano (s. IV). Hasta que se produce el “Edicto de Milán” (313), que dice así:
Yo, Constantino Augusto, y yo también, Licinio Augusto, reunidos felizmente en Milán para tratar todos los problemas que afectan a la seguridad y el bienestar público, hemos creído nuestro deber tratar junto con los restantes asuntos que veíamos merecían nuestra primera atención para el bien de la mayoría, tratar, repetimos, de aquellos en los que radica el respeto a la divinidad, a fin de conceder tanto a los cristianos como a todos los demás, facultad de seguir libremente la religión que cada cual quiera, de tal modo que toda clase de divinidad que habite la morada celeste nos sea propicia a nosotros y a todos los que están bajo nuestra autoridad. Por lo cual es conveniente que tu excelencia sepa que hemos decidido anular completamente las disposiciones que te han sido enviadas anteriormente respecto al nombre de los cristianos, ya que nos parecían hostiles y poco propias de nuestra clemencia, y permitir de ahora en adelante a todos los que quieran observar la religión cristiana, hacerlo libremente sin que esto les suponga ninguna clase de inquietud y molestia.
Era una carta dirigida al gobernador de Bitinia, en la actual Turquía, y marca la separación de la vida de la Iglesia entre ser perseguida y llegar a ser la religión oficial del Imperio en el mandato de Teodosio (380).

Alfonso Gil González.

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