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Iglesia e Identidad cristiana

IGLESIA E IDENTIDAD CRISTIANA


S.S. El Papa Francisco.
En los inicios del siglo XXI de nuestra Era, cuando han pasado más de 2000 años del gran acontecimiento de la Encarnación del Verbo, la Iglesia, exponente y expresión de lo que, en la Edad Media, se llamaba Cristiandad, y, en estos tiempos, Cristianismo, se ve equívocamente ante el mundo como una Religión más, ella que no tiene otra misión que la de continuar en la Historia, proclamando con la Palabra y con los Hechos, a quien es Camino, Verdad y Vida para todos los hombres.
Decimos “equívocamente”, porque la Iglesia no surge, el Cristianismo no se levanta como una de tantas religiones, en contraposición a las demás, ni siquiera como complemento o razón de todas ellas. Basta leer los escritos neotestamentarios para darse cuenta de ello. El gran tesoro que ella porta, aunque “en vasija de barro”, es su única justificación en medio de la Humanidad. Dicho de otra manera: Ella continúa la “encarnación” de Dios, al tiempo que va “divinizando”, es decir, salvando, a todo hombre que abre su corazón al proyecto que Dios tiene para él desde toda la eternidad y para toda la eternidad.
Ese “encarnarse” en la historia de los hombres, y en los hombres de toda la Historia, es lo que le da su carácter de universalidad, de catolicidad. Es muy serio confesar que “creemos en la Iglesia una, santa, católica y apostólica”, nosotros que, al confesarlo, nos fundimos en su unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad. Es muy serio. Y, sin embargo, no puede ser de otra manera. Ella puede decir, parodiando las palabras de Jesús de Nazaret, “quien me ve a mí, ve a Jesucristo”, pues es ella, somos nosotros quienes actualizamos y hacemos presente al Cristo vivo y resucitado. Es, por eso, que no somos una religión más. En todo caso, Cristo es la “religión”, es decir, la “re-ligación” ofrecida por el Padre a todos los hombres, que hace exclamar a su Hijo: “Nadie va al Padre si no es por mí”.
La Iglesia, pues, es el derecho de los hombres. Ella tiene el deber de “encarnarse”, porque los hombres tiene el derecho, por voluntad divina, de salvarse, de reincorporarse a la vida misma de Dios. Nada sería más impropio a la Iglesia que adoptar una actitud pre-cristiana o, peor aún, a-cristiana; pues, como Cristo es para el mundo y para todos los hombres, así la totalidad de su “cuerpo” que es la Iglesia. Y así como el Señor se alimentó de la Voluntad del Padre, manifestada en la Oración y en la Palabra, así la Iglesia debe considerar la Oración y la Palabra de Cristo como luz, guía y viático, que la nutre y que la ofrece a los hombres, hoy satisfechos de tantas cosas, pero hambrientos de lo que, precisamente, les haría crecer y fortalecerse como seres humanos: que “ no sólo de pan vive el hombre, sino de todo palabra salida de la boca de Dios.”
Es en esta Palabra escuchada y digerida, en esta Palabra aceptada en el corazón, donde la Iglesia se descubre a sí misma y donde cada uno de nosotros encontramos la propia identidad. Una Palabra que no pasa, que no se desvirtúa, que no se echa a perder, que no se hace anacrónica ni extra-histórica, cuando, en cambio, nos movemos en unas coordenadas efímeras e incapaces de saciar la hambruna terrible que nos asedia y nos está dejando famélicos y escuálidos en el desarrollo profundo de nuestro existir.
Así, pues, con la vista y el oído puestos en el mensaje cristiano, fijos en el paradigma de la humanidad, que es Jesucristo, me atrevo a hacer la invitación arriba insinuada: una lectura valiente del Evangelio, hasta que su interpelación nos desbroce el alma y nos devuelva la mirada limpia, capaz de vernos como somos en ese proyecto eterno de Dios, manifestado en el Hijo, nuestra Cabeza. Cuando, a fuerza de tratarnos –El y nosotros-, descubramos que somos con El y en El la única filiación posible de Dios, el papel de la Iglesia en el mundo habrá llegado a su plenitud, y nadie dirá “aquí está Dios, o esto es lo que tienes que hacer, sino que El será todo en todos.”

 
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