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La soberbia de la humildad

La soberbia de la humildad


Quiero hablar de este tema, aparentemente contradictorio, porque tengo ante mis ojos el texto lucano (¡, 46-56), que recoge el famosísimo cántico de la Virgen, es decir, el Magnificat. Famosísimo, no ya por ser una de las más bellas perícopas del Evangelio, sino porque, además, músicos de la talla de Bach o de Vivaldi, por poner dos ejemplos, lo recrearon profusa y deliciosamente, en un intento de adivinar con qué dulce gratitud la Virgen lo cantara.
La “humilitas”, que traduce san Jerónimo del griego “tapeinós”, no es la “humildad” entendida como virtud, sino la situación de abajamiento que el esclavo tiene frente a su amo. En este caso, la esclava respecto a su Señor. Ese abajamiento del que sirve es lo que mira Dios desde su altura, pues sería ridículo traducir así: “Mi espíritu se alegra, porque ha mirado el Señor lo humilde que soy”, o “la humidad que tengo”. Eso no sería verdad y, por tanto, sería soberbia, la “soberbia de la humildad”.
Los humildes quedan enaltecidos, no porque lo son, sino porque Dios se fija en ellos con una mirada que, al tiempo, dispersa a los soberbios en su corazón, aunque tengan y usen palabras de falsa humildad. Esa mirada divina es la que colma de bienes a los pobres y hace que los ricos se queden vacíos. Esa mirada es la que nos acoge, si queremos ser acogidos por ella. Porque escribió Martín Lutero que hay dos clases de espíritus que son incapaces de entonar adecuadamente el “Magnificat”: los que no alaban a Dios hasta que no han recibido sus beneficios, y los que se glorían de las bondades divinas, pero sin atribuirlas precisamente a Dios. Es decir, los que asientan su soberbia sobre la humildad.
Lo que nos dice este Cántico inmortal es que sólo Dios conoce a la humildad, de forma que el hombre que de veras es humilde es el que menos sabe que lo es. Luego, el Cántico de la Virgen lo entonan los que, como ella, son menospreciados, insignificantes y sin apariencia, y que, precisamente por eso, sirven a Dios, y son capaces de advertir que Él tanga en tanto aprecio su baja condición. 
El verdadero humilde se percata de lo que Dios hace con él, antes de fijarse en lo que pueda o no hacer con los demás. Y, luego, realizar en los demás lo en él realizado. Porque, en verdad, la felicidad depende de lo que Dios hace en ti, de ese percibir su mirada sobre ti. ¡Y ya se sabe lo felices que son los verdaderos humildes! Los verdaderos, que no contabilizan los bienes que han recibido, pero que saben que han recibido toda clase de bienes, por pura misericordia.

Alfonso Gil González

 
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